La tecnificación, el progreso y hasta una legislación un tanto rigurosa han llevado a la desaparición de rancias costumbres. Entre ellas, la primera ha sido la matanza. Adiós a ese olor a retama ardiendo, a piel de cochino chamuscada, a sangre caliente que sale tras el tajo con la fuerza de un surtidor, a cebollas cocidas, a especias, a asaduras, huesos y tocino, a la sorda, a los chorizos y morcillas tiernos, a los lomos, y a esas patas del guarro que el tiempo y el esmero convertían en jamones y paletillas sin jotas ni denominación de origen, que ni puñetera falta…
También se ha perdido la tradición y el rito de los quintos. La obligatoriedad de ir a la mili dio paso, hace quince años, al ejército profesional. Ya no hay razones para temer un destino en los Regulares de Ceuta o en los Cuerpos de Alta Montaña en Jaca; ya no hay justificación para el pequeño sablazo: los quintos no rondan.
Los mozos ya no pintan en las fachadas de sus pretendidas en las enramás. Los niños ya no juegan a las oches, la roma, el truque, los alfileres, al churro, a las chapas o las canicas. Ahora tienen sorbido el seso o, como dicen ellos, comido el coco con la Play y la tablet.
Ya no se suelta por las calles al guarro de San Antón. No existe el guarrero de la vez, ni se hacen las cabras cuando acaba la aceituna. Cada vez, menos mujeres cosen a las puertas de sus casas. Ya no se prepara con esmero la cama en que los recién casados iban a pasar su primera noche, que una de nuestras mayores describe como bien hechita, cuadradita, como pintada…, con una habilidad y concisión dignas de la mejor literatura costumbrista.
Sí se sigue celebrando el Corpus. Algunas fachadas se engalanan con colchas o manteles de bellos bordados, flanqueando pequeños altares, a los que la custodia rinde cumplida visita a lo largo de su procesión por el pueblo.
Entre las antiguas costumbres, algunas han vuelto. Es el caso de los Carnavales y el día de San Blas, que se celebra degustando panceta, chorizo, morcilla y limonada. De esta resurrección son en gran parte responsables las Asociaciones del pueblo, aunque también el Colegio, cada vez más preocupado por las llamadas actividades extraescolares, con fiestas para Navidad, fin de curso, carnaval o el horrible Halloween, tan nuestro de toda la vida como el cocinar con mantequilla.
Para San Juan, recientemente, se ha recuperado la tradición de las luminarias (hogueras). En el campo de fútbol se bebe queimada, mientras el fuego consume lo viejo, entre los mejores deseos para el año siguiente.
El sábado más cercano al día del Pilar, si el tiempo no lo impide, se hace un cocido popular en los Pilones, paraje de esparcimiento cercano al pueblo. Voluntarios y expertos de las diversas Asociaciones se afanan en su elaboración. Difícil compromiso, pues si en algo somos expertos los bartolos es en cocidos. El mejor cocido pudo hacerlo la abuela o aquella tía lejana a quien quisimos más por su mano en la cocina, en la actualidad el mejor cocido puede hacerlo El Bodegón o El Potos, pero para la mayoría el mejor era o es el cocido de la madre. El cocido, en cualquier día de invierno, aún sigue siendo un acto que celebrar, un rito en el que vernos hoy y, a la vez, sentirnos en el pasado, recordando unos el cocido de la madre y otros, la madre del cocido. Paja, leña, gas o vitrocerámica; con más o menos tocino, con una verdura u otra, con el chorizo y la morcilla bailando en el caldo o fritos o a la plancha, con unas carnes u otras; en barro o en olla rápida, da igual: el resultado es casi siempre el esperado. Bueno, pues el cocido popular del Pilar, a pesar de alguna voz siempre dispuesta a la discordia, obtiene lo pretendido: siempre está rico; tanto, que para sí quisiera el Lhardy.
Algunas costumbres han desaparecido. Muchas no volverán, otras han vuelto, pero hay una a la que se le presume un futuro tan firme como su presente: tomar el fresco. En los meses en que el calor recalienta el hogar, cuando la noche empieza a caer o es ya caída, las gentes salen a las puertas de sus casas o a las esquinas de las calles en busca de una temperatura más soportable o de alguna mareíta. Se repasa el día, se prepara el siguiente, se habla de lo visto en la tele, de lo oído en la carnicería, del último sermón del cura, de lo bien o lo mal que lo está haciendo el alcalde, de las antiguas costumbres o fiestas. Patio de monipodio, mentidero, tribunal popular clemente o despiadado, el sueño acaba por rendir, más tarde o más temprano, a todos y mañana será otro día. Otro día que transcurrirá de forma similar y fenecerá de igual modo: levantando el campo de puertas y esquinas esas gentes que hacen de la tertulia al fresco obligación imperecedera.
Las fiestas se celebran los días 23, 24 y 25 de agosto. En la víspera hay un desfile de carrozas por la tarde y fuegos artificiales a la noche. El 24, día grande, día del patrón, se celebra, tras la procesión, misa mayor por la mañana y, a la salida, una limonada popular en la plaza; por la tarde, se baila la Pera y, ya de anochecida, se procesiona y se subasta al Santo. El día 25, el Santo chico, se despiden las fiestas con una paella popular, después del aperitivo, y con el último de los bailes nocturnos.
Mención especial merece el baile de la Pera. Su origen es incierto. Nadie sabe si se baila la pera desde hace dos o tres siglos ni cómo surgió ni a quién debemos su autoría. Si preguntáramos a los bartolos, uno a uno contestarían que se baila desde siempre.
A la mesa presidencial se sientan las autoridades locales, el párroco y el presidente de la Hermandad de San Bartolomé Apóstol. A orden de la presidencia, la banda, normalmente la de Cebolla, inicia una música, que para oídos novatos puede parecer monocorde y repetitiva, pero que lleva al paisanaje al reconocimiento de la añoranza y a la constatación de que, aun en la simpleza, el primero de todos los sentimientos es el sentimiento de lo propio: la patria más grande es la patria chica.
Los bartolos depositan su dádiva en un cestillo, cogen una pera y danzan. A menudo pueden más las buenas voluntades que los resultados. Nunca faltan los puristas que señalan que hay que cambiarse la pera de mano con más gracia, que la pera ha de bailar a la altura del pecho, de la frente o más arriba, que el punteo de los pies es demasiado sosegado o acelerado, que el cambio de una fila a la fila de enfrente ha de ser más calmo y menos aturullado, que el chispúm es tan importante o más que el arranque. Naturalmente, si cualquier tiempo pasado fue mejor, la Pera se bailaba mejor antes que ahora. Con mayor o menor pericia, a nuestro baile se le sigue dando fuelle, y persiste. Nuestro baile de la Pera sigue siendo el centro de nuestras fiestas.
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